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Los últimos veranos

Este ha sido un verano atípico; se ha limitado el aforo de las playas, las mascarillas condenan a un gélido anonimato y no todo el mundo se ha podido permitir la tan necesitada desconexión debido a la situación provocada por la irrupción del coronavirus. Por mi parte, estos días estoy especialmente pensativo y nostálgico de los veranos inmortales de la adolescencia, cuando las preocupaciones no tenían cabida en un paraíso conformado de arena suave, mar salada, sangría barata y risas cerca de una hoguera. La estación durante la que más he crecido, cambiado y aprendido en la vida ha sido sin duda el verano. Por esto me gustaría recomendaros cuatro novelas cortas, dos francesas y dos italianas, que retratan en un verano el final de la niñez y el amanecer de la vida adulta.

Una transición más suave es la que vive Phillipe, el protagonista de El trigo tierno, de Colette. Él y Vinca se han encontrado todas las vacaciones de verano desde que tienen memoria. Son hijos de dos familias que comparten casa en un idílico pueblo de la Bretaña francesa. Han crecido juntos bañándose en el mar, haciendo excursiones, picnics, pescando, corriendo y jugando. Sin embargo, algo cambia en el verano que inmortaliza esta novela corta. Ya no se tratan de la misma forma inocente, por primera vez se observan los cuerpos mojados con una sensación nueva que ellos aún no le saben poner nombre pero que no es otra cosa que atracción. El encuentro de Phillipe con una mujer que lo introducirá en el mundo de los adultos acaba de desordenar unas vacaciones que cambiarán la vida de sus protagonistas para siempre. En unas pocas páginas Colette crea un entorno paradisíaco que conjuga a la perfección con los personajes llenos de vida que se descubren a sí mismos.

Una de las novelas que más se me han quedado grabadas en este sentido es la de Agostino, de Alberto Moravia. Agostino es un chico de trece años que pasa los veranos con su madre en un pequeño pueblo costero, donde cada día toman el sol y se bañan en la playa o salen a navegar. Agostino se considera el chico más afortunado del mundo junto a su cariñosa y bella madre, pero todo cambia el día que en la playa se acerca un atractivo joven y empieza a hablar con ella. A partir de ese momento, su madre parece estar siempre pendiente de este joven y, cuando están juntos, se convierte en otra persona. Agostino, hastiado por esta situación, se aleja de ella y comienza a frecuentar un grupo de chicos de clase humilde del pueblo. Con ellos descubre un mundo nuevo más complicado que el suyo pero que, curiosamente, le atrae. Un mundo donde se fuma, donde corren las burlas, las mentiras y los puñetazos, donde tienes que espabilarte y donde las mujeres como su madre son objeto de deseo. Leí Agostino en un solo día, me atrapó desde la primera página pero no lo he olvidado nunca. La recuerdo, no como una lectura, sino como una experiencia, como un verano que me es propio, como si la hubiera vivido en primera persona.

Bonjour, tristesse.

La que podría asesorar muy bien tanto a Agostino como a Phillipe en los misterios del placer es Cécile, de Buenos días, tristeza, de Françoise Sagan, y es que cada verano su padre, un viudo atractivo, exitoso y mujeriego, la recoge y se van a pasarlo bien en la costa. Cécile ha crecido en esta libertad veraniega sin horarios ni normas, en las tertulias disolutas de las amistades de su padre y con la compañía de sus novias pasajeras. Pero todo cambia el verano en el que aterriza en su vida una amiga de su difunta madre, que empieza a implantar orden en la rutina familiar, que le impone obligaciones y le limita las libertades a Cécile, que no dudará en contraatacar. El desenlace de esta novela es la joya de una historia inolvidable que, también en muy pocas páginas, incide en las complejas relaciones entre sus personajes.

Con mi última lectura, El bello verano, de Cesare Pavese, he vuelto a vivir esta etapa de crecimiento desde una perspectiva femenina. La protagonista de esta novelita es Gini, una huérfana de 16 años que se enamora perdidamente de un pintor. Con el Piamonte de los años sesenta de fondo, desde su primera frase («En aquellos tiempos, siempre era fiesta») ya evoca la nostalgia de un pasado luminoso, de aquellos veranos inmortales de los primeros amores, aquellos que no se olvidan nunca, aquellos que, cuando los recordamos una vez el tiempo y las preocupaciones nos han erosionado la mirada y nos han arrugado la piel y el corazón, se nos escapa una sonrisa involuntaria.

¿Es casualidad que estas cuatro historias, desde perspectivas diferentes y con sus respectivos matices, retraten el final de la inocencia infantil durante un verano? Yo no lo creo. Se intuye en sus desenlaces la inminencia del otoño, que simboliza la vida adulta. Pero en estas novelas se inmortaliza el último verano de la infancia, el verano extraño donde todo empieza a tambalearse, donde los juegos que tantas horas nos habían divertido de pronto se vuelven vacuos como conchas vacías en la orilla del mar, donde descubrimos nuevos caminos en los paisajes y cuerpos que creemos conocer tan bien, donde nos sorprenden nuevas sensaciones, nuevos sentimientos, nuevos deseos que explorar.

Artículo original en catalán (Els últims estius) – El Periòdic d’Andorra (21 de agosto de 2020).

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